Has vivido en São Paulo, en un pueblo de Lituania, acabas de pasar una temporada en Nueva York… pero has pasado mucho tiempo aquí. ¿Qué es para ti el Ampurdán? 

Cuando me mudé al Ampurdán, tuve la sensación de haber llegado al destino correcto y de no saber qué hacer con ello. Como le pasó a Candide cuando visitó El Dorado, el Ampurdán era un lugar que, precisamente por ser el mejor, era insostenible. Algo parecido a una incapacidad de estar bien en el paraíso. Por suerte, ese estado duró poco y los dos años ininterrumpidos que permanecí aquí fueron fantásticos: aislamiento, animales, vegetales, el cielo, buenos vecinos y visitantes. Con el tiempo, el Ampurdán se ha convertido en el lugar al que regreso, donde están mis libros y, por extensión, mi casa.

 

En 2013 realizaste un proyecto que te llevó a cruzar Estados Unidos de costa a costa durante 27 días vestida de sevillana y una cámara como único acompañante. ¿Pasaste miedo?

En el traje hay algo de protección, de armadura. Si una noche, en la negritud de una autopista de Texas, un asesino fuera condiciendo un camión, pensando en sus cosas, y de repente se encontrase a una flamenca de pie en la cuneta, el conductor no la mataría.

 

¿Qué fue lo más raro que te pasó?

Lo que a mí me pareció más extraño sucedió otra noche, en un karaoke a las afueras de un pueblo de Nevada. Un hombre sugirió que la flamenca tenía que bailar en Las Vegas, que él era el encargado de un teatro, que me pagarían mucho dinero. A pesar de ser una bailarina disfuncional y de no creer en su hipotético poder de influencia, acepté la propuesta y me fui a Las Vegas.

 

¿Volverías a hacerlo?

Que tus días consistan en superar las diferentes pruebas de una gincana distribuidas a lo largo y ancho del territorio estadounidense es algo que, si pudiera, volvería a hacer, una y otra y otra vez.

 

Todo formaba parte del proyecto «where are our dresses». Entonces, ¿“dónde están nuestros vestidos”?

En algún lugar del pasado que insiste en presentificarse pero no lo consigue. La souvenirización es para el símbolo de identidad nacional lo que la saciedad semántica es para la palabra. Una pérdida de significado por su uso-abuso.

 

Fue también el año en que te “censuraron» en ARCO, cuatro ediciones antes que a Santiago Sierra. Entraste y te tumbaste boca abajo vestida de flamenca junto a unos versos del Romancero Gitano de Lorca. A los pocos minutos, los de seguridad pidieron que te fueras por no haber pedido los permisos necesarios…

Para atreverme a hacer la performance, la realizaba después de un largo ayuno, en un cierto estado de confusión que desembocaba en eso que llaman liminalidad. Aquel día, a pesar de no haber pasado muchas horas inmóvil, la dimensión de aturdimiento se produjo idéntica y se le sumaron el susto que me pegó el vigilante con su walkie-talkie, un mix de vergüenza y honor fruto de la cadena de reacciones exaltadas a mi alrededor, las ganas de irme a casa y de comer algo.

 

Además, tu pieza Dead End quería simbolizar la muerte de España, diría que es una obra visionaria.

Con la performance del callejón sin salida quería evocar una cuestión más universal, una situación de agotamiento generalizado, no sólo del arte y las industrias culturales, sino del sistema en su conjunto.

 

Nietzsche habló de la muerte de Dios; Barthes, de la del autor; Danto diagnosticó la muerte del arte… tú crees que «España ha muerto”. ¿Quién sigue vivo?

Pues no lo sé.

 

Después de dedicarte sobre todo a la performance, recientemente has dado un vuelco hacia obras objetuales. En tu última exposición en la galería Hans&Fritz de Barcelona pudimos ver varias esculturas hechas con materiales povera y algunas pinturas.  ¿A qué se debe el cambio?

He necesitado asimilar mi investigación en primera persona para poder empezar a trasformarla en algo material, externo e independiente de mí.

 

¿Y el charco? Era el leitmotiv que hilvanaba la exposición… 

El charco es una imagen de parálisis ante la deriva descontrolada que lo rodea. Es también aislamiento, agua estancada. Para un espectador llamado Pedro es una pieza reflectora del narcisismo pandémico contemporáneo. Pero, además de lo que representa, yo pienso mucho en el lugar de destino del charco. Lo imagino en un futuro, en un salón, en un contexto en el que no se podrá ni se deberá salir de casa. La gente tendrá un charco que emule el paisaje natural, urbano y suburbano, del pasado, y lo regará una vez a la semana. Esa dimensión de anticipación imaginaria es la que más me interesa.

 

La titulaste «Máquina Total». A la gente de nuestra generación ese título le hace pensar inevitablemente en esos recopilatorios de música «chunda-chunda» que, entre otras cosas, dieron a conocer a Chimo Bayo. ¿Coincidencia o premeditación?

Hay una cierta conexión entre lo que nos tocó bailar y lo que nos toca recoger. El título quería reunir en una misma habitación a esos dos universos. Por una parte, el pasado reciente de fracaso de utopías políticas y bakalao. Por otra, la inactividad aséptica y robótica del post-confort.

 

De hecho esta exposición quería ser un ralentizador de nuestro ritmo de vida. ¿Esta necesidad de detenerse tiene alguna cosa que ver con tu traslado «a la ciudad que nunca duerme”?

Nueva York es buena para la circulación de la sangre. Es un lugar en el que se revelan de forma muy evidente los síntomas de nuestra sociedad y, en este sentido, es un buen contrapunto para mi trabajo de campo. Al ser una ciudad hiperactiva, imparable y megapoblada, resulta una isla paradigmática para llevar a cabo mi investigación sobre inactividad, cansancio y aislamiento. También es un lugar que me gusta porque es fácil sentirse muy pequeño, y desaparecer.

 

Llega el verano. Parece que todo debería ir a un ritmo más sosegado. Sin embargo, sentimos la necesidad de rellenar nuestras agendas al mismo ritmo: viajar, visitar lugares en los que no hemos estado…

Muy pronto los desplazamientos físicos serán sustituidos por los psicológicos, injertados en nuestro cuerpo, así que hay que aprovechar lo que queda.

 

Para terminar, ¿una obra de arte a la que admirar?

“El enfermo” de Darío Villalba.