Publicado en el nº 178 de la revista Bonart, Mayo-Julio 2017.

«Lluís Ribas: cuarenta años de exposición en exposición», muestra retrospectiva comisariada por Rosa Ferrer Auxán que se puede ver en el Monasterio de San Cugat del 16 de febrero al 30 de marzo de 2017, celebra las cuatro décadas de carrera del artista santcugatense. Alrededor de la exposición se han programado diversos actos y actividades: un taller de pintura, visitas guiadas, la presentación de un retrato de Virgina Woolf que contará con la presencia de la escritora Marta Pessarrodona y, como conclusión, una performance inspirada en las pinturas de Ribas que llevará a cabo el grupo de canto y danza dirigido por Laura Esteve.

«Dame esta excavadora y creo algo» -declara Ribas apenas conocerlo-. Viendo su trayectoria no lo dudo. A 40 años de carrera como pintor (que la han llevado a exponer en Tokio, Los Ángeles, Rabat, Nueva York, entre otras muchas ciudades), se suman trabajos como fotógrafo, escultor, ilustrador o director fotonovelas. En 1995, abrió el Espai Lluís Ribas, galería de arte y centro donde hasta hace poco se llevaban a cabo actividades culturales de lo más diversas. Más recientemente, ha puesto en marcha algunos proyectos de interiorismo, arquitectura y diseño con uno de sus hijos. Y a todo ello se suma «Arte solidario», iniciativa filantrópica que tiene como eje la lucha para la extinción de la polio, enfermedad que el artista padeció. Así, el dinero recaudado con la venta de catálogos y carteles se destinará íntegramente a la compra de vacunas para combatirla.

Las obras más tempranas que encontramos en el Monasterio de Sant Cugat, realizadas con sólo diez años, manifiestan ya un buen dominio de la técnica y vislumbran lo que sólo podía ser un gran pintor. Como en los dibujos de infancia de Picasso, no encontramos ningún rastro del gesto infantil o del trazo dubitativo de los niños. Al lado, se exponen algunas pinturas de juventud que ya evidencian su interés (o quizás mejor decir obsesión) por la luz: los claroscuros de Georges de la Tour, el tenebrismo de Zurbarán o la calidez marroquí de Delacroix aparecen de la mano de un Sol mediterráneo que nunca olvida. En épocas más recientes, encontramos flashes que repican sobre transparencias: sobre plástico, sobre el mar, sobre piedras húmedas y ríos ondeantes … Con la madurez llega también una pintura menos inocente. Junto a algunos divertimentos que confiesa meros ejercicios formales, aparecen mujeres envueltas que desgarran cárceles invisibles y mujeres-crisálida que rompen techos de cristal: sendos homenajes a la mujer moderna y a su lucha incesante.

Ribas ha buscado, pues, una pintura luminosa. Por eso su color es el blanco. Físicamente, síntesis de todos los colores. Símbolo del absoluto y de la pureza. Comienza con la tela en blanco para acabar con «Los colores del blanco»: sábanas que acarician cuerpos desnudos para transformar cada pintura en un misterio. ¿Qué se esconde bajo estas telas? A veces ejercicios de onanismo, otras piernas acurrucadas o vientres embarazados. Juego de ocultaciones que nos recuerda al Magritte de Invención de la vida y Los amantes o La Verdad Velada de Antonio Corradini.

Pienso entonces en la fábula de Zeuxis y Parrassi. Dicen que Parrassi pintó unas uvas tan veraces que los pájaros pronto bajaron a picotear los mismos. Parrassi, creyéndose ya vencedor, pidió a Zeuxis que descorrer la cortina que cubría su obra. «Yo he engañado a los pájaros, pero Parrasio me ha engañado a mí» se lamentó al descubrir que la pintura era la misma cortina. Para Lacan, el mito cuenta la inevitable seducción que sentimos por lo que permanece oculto, lo «que está más allá de lo que puede ver». Las pinturas de Ribas atraen precisamente por eso: vemos sin ver … la vida? El amor? La muerte?