Un barco flota en el horizonte o la pintura como fatamorgana
La aparición de un fatamorgana unos metros sobre la superficie del mar, luego de una noche fría, nos parece una alegoría perfecta para pensar la pintura de Gino Rubert. Engranaje metaartístico y autorreferencial, la obra de este artista catalán de raíces mexicanas deviene objeto teórico y reto visual. Ver y comprender se separan igual que ese navío de la línea del horizonte. Un fructífero abismo se abre entre lo que es y lo que creemos ver para explorar las tensiones entre percepción y entendimiento: engañar al ojo no es engañar a la mente sino desafiarla. En la era del Deep Fake, la realidad virtual y el cosmos infinito de archivos JPEG y GIF no podemos confiar en nada de lo que vemos. Por eso, su pintura ilusionista ya no representa ni reemplaza la realidad sino que la confunde y la complica. Si la pintura ha sido tradicionalmente estática y a lo largo de la historia ha tendido a la frontalidad y a la opacidad, en las últimas pinturas de Rubert la imagen se vuelve translúcida y cambiante. De aquí que, dada su apariencia lumínica tintineante, estas obras desborden la pintura para acercarse al cine, a las sombras chinas o a los juguetes ópticos.
En este continuo de imágenes huidizas, uno de los motivos más recurrentes es, sin duda, la cortina: cortinas pintadas —en True Blue o Irma’s Room— cortinas transparentes —Die Walüre— o cuadros con la silueta en forma de cortina —El Soldadito—. Además, los velos y cortinajes cobran especial relevancia en su más reciente producción, pintura estratiforme y polimorfa donde anverso y reverso coinciden gracias a un sofisticado juego de capas y retroiluminación —como en Come into my World, El reencuentro o Spring Bouquet—. ¿Qué hay delante? ¿Quién se esconde detrás? No casualmente, la cortina ha sido históricamente un objeto íntimamente ligado a la pintura y al arte del trampantojo. Ya nos da cuenta de ello Plinio el Viejo en el libro XXXV de su Historia naturalis, donde narra la fábula de Zeuxis y Parrasio. La historia podría haber sucedido tal que así: siendo Zeuxis de Heraclea y Parrasio de Éfeso los mejores pintores de Atenas, decidieron batirse en una competición para decidir quién era el mejor de los dos. Llegado el día, Zeuxis presentó unas uvas pintadas con tanta distinción que una bandada de pájaros que volaba no muy lejos del lugar bajó velozmente del cielo a picotearlas. Orgulloso de su hazaña, Zeuxis pidió a Parrasio que descorriera inmediatamente la cortina que cubría su pintura. El de Éfeso, lo miró fijamente y rió. Ante tal falta, Zeuxis se acercó a la pintura algo airado. Al tocar el cortinaje, se dio cuenta del engaño. No había nada que cubriera la obra de su competidor. Todo era un trampantojo: un velo tan perfectamente pintado que parecía real. Sin más dilación, Parrasio fue declarado ganador.
Tampoco podemos olvidar que hasta bien entrado el siglo XVIII, las cortinas formaron parte de los accesorios expositivos del cuadro. En un primer momento, permitieron la presentación y ocultación de imágenes de acuerdo con la liturgia católica. Más tarde, su uso se extendió a las obras de carácter privado, especialmente como protección para las obras maestras o como cubrimiento de las pinturas de carácter licencioso. Así, nos aproximan a cuestiones relacionadas con lo admisible, lo expresable y lo cognoscible: mostrar o encubrir, insinuar o explicitar. Dada esta historia como mecanismos de ocultamiento y revelación, las cortinas ofrecieron un terreno fértil para trampantojos en los las cortinas pintadas se confundían con las reales. De este modo, los cortinajes terminaron por convertirse en uno de los motivos más seductores del Barroco flamenco a partir de la década de 1640, cultivado por artistas como Rembrandt o sus discípulos Gérard Dou y Nicolas Maes. También en Velázquez y Vermeer, las cortinas actuaron como membrana entre la realidad y la alegoría. Pero, si en la mayoría de estos artistas la cortina en trampantojo parecía ocultar algo al espectador, aquí, como en la memorable escena de Psicosis de Alfred Hitchcock, la tela translúcida nos permite ver a través. Esta apertura entre anverso y reverso la encontramos también en Retrato de Michael Haas, donde un cuchillo atraviesa la imagen para dirigirse amenazantemente hacia el espectador. O en Fontana-Tam, donde la tela parece —literalmente— engullir la fotografía de una antigua amante junto a su larguísima cabellera azabache. De manera similar, este ver y no ver aparece también en otras obras como la gran acuarela Hide and Seek, donde los personajes están emboscados o La caixa, donde ocho personajes nos miran desde el otro lado de la celosía.
Como en un espejismo, en Fatamorgana la imagen se desdobla, se invierte, se emborrona y se transforma. Rubert desborda los límites del marco al establecer un puente entre los distintos niveles de representación y el espacio de exhibición donde nos encontramos. La mirada “a cámara” de la mayoría de sus personajes fuerza el diálogo —casi siempre incómodo— con el visitante. Más que espectadores, somos voyeurs accediendo a un espacio que nos debería de estar vedado. El cuadro ya no es una ventana al mundo, sino una puerta que redirige nuestra mirada hacia interiores de intimidad abrumadora. Asimismo, sus últimas pinturas, a las que recientemente ha incorporado detectores de movimiento, nos perciben literalmente al pasar de manera que parecen revivir ante nuestra presencia. En un ejercicio similar, las pinturas pintadas en The Opening se encuentran expuestas en la misma sala, atrapando al espectador en un sutil juego de matrioskas. Otras veces, la aliteración de espacios sucede dentro del mismo cuadro. Encontramos entonces imágenes fractales que se encadenan en ese loop infinito que los franceses llaman mise-en-abyme, como en Irma’s Room, donde la arquitectura doméstica replica la habitación que vemos en el cuadro colgado en la pared. En otras obras, Rubert versiona pinturas célebres como Las Tres Gracias de Rubens, La lección de anatomía de Rembrandt o El columpio de Fragonard, a la vez que vemos las mismas obras pintadas en algún rincón de los cuadros homónimos. En otras ocasiones, las pinturas aparecen en forma de autocita —como La Gatita, El nudo o True Love, retratadas dentro de The Opening—. Metareflexión que alcanza su cenit en pinturas como Empty Gallery o Pricelist, donde vemos cuadros volteados descansando en el suelo, mostrando su cruda desnudez. Imágenes inaccesibles, a la vez potencialidad absoluta y enigma irresoluble.
_SELECCIÓN PRENSA
https://www.bonart.cat/ca/n/43438/fatamorgana-de-gino-rubert-al-centre-dart-tecla-sala
https://www.nuvol.com/art/gino-rubert-i-la-vanitat-de-la-gent-de-art-320452